Lady Gregory y el asturiano despistado (primera parte)

Lady Gregory. George C. Beresford/Getty Images
Lady Gregory. George C. Beresford/Getty Images

No entiendo a los irlandeses. Tampoco entiendo a los americanos, a los integristas islámicos ni a los hombres que voluntariamente llevan pajarita: así me paso la mitad del día meneando la cabeza, incrédulo. Hoy hablaré de los irlandeses, sin embargo, porque lo suyo tiene más chicha. Tanta, que tendré que remontarme a mis dieciocho años, allá en otro siglo, para explicarme.

Yo había llegado a la gran ciudad (Uviéu: 200.000 habitantes) para estudiar una carrera de las duras, y me estaba tomando mis obligaciones muy en serio. Mi primer examen de álgebra me había salido bien y, feliz por el deber cumplido, me di el lujo de visitar la biblioteca pública y sacar un libro no relacionado con la ingeniería. El libro fue Cuchulain de Muirthemne, de Lady Gregory, en la traducción de María Luisa Balsero. Y me cambió la vida.

Lady Gregory (1852-1932), dramaturga y folklorista, fue la más importante promotora del llamado Renacimiento Literario Irlandés (Irish Literary Revival). Fundó el Abbey Theatre, en el que estrenó varias obras, y publicó reelaboraciones de los viejos ciclos mitológicos irlandeses, traducidos al inglés. Su intención era crear o, mejor dicho, recuperar una cultura nacional libre del colonialismo británico, a partir del inmenso repertorio, casi olvidado desde la Edad Media, de música, poesía, mitos y sagas de la isla. Cuchulain o, si nos atenemos a la ortografía original, Cú Chulainn, es el protagonista de una de estas sagas, ambientadas en la época precristiana: el Táin Bó Cúailnge, el Robo de Ganado de Cooley, incluido en el Ciclu del Ulster, la colección de leyendas sobre los guerreros de la Rama Roja.

Yo estaba hastiado del siglo XX, de historias sin héroes y de guerras sin espadas ni caballos. Estaba harto, sobre todo, del color gris: el gris del hormigón, del asfalto, de los trajes y de las fotografías en blanco y negro. Cuando recorría el sinuoso trayecto en ALSA desde Uviéu hasta la casa de mis padres, tres horas de mareo agravado por la peste del tabaco negro que fumaban la mitad de los pasajeros, mi único consuelo eran las cambiantes laderas de los montes, el verde rabioso de mayo y los rojos de octubre. Miraba por la ventanilla y soñaba con un mundo cubierto de bosques.

Aborrecía, también, la cultura popular que transmitían la televisión, las revistas y las emisoras de radio españolas. Me crispaba su inacabable desfile de toreros, futbolistas y politicastros; me fastidiaban los cotilleos, el humor chocarrero y la música infame que, inevitable como las mareas, nos embutían cada verano. Odiaba la chabacanería, y me había tocado una época que se revolcaba en lo vulgar. O eso le parecía a un chaval de dieciocho años hosco, dogmático, insociable y muy, muy novato.

Estaba sediento de romanticismo. Hubo, en aquellos años, quienes escaparon de la fealdad refugiándose en la fantasía de Tolkien; otros se vengaban de la ñoñería de Alejandro Sanz y de La Oreja de Van Gogh escuchando rock radical vasco. Yo encontré a Lady Gregory.

Decía Frank Zappa que hablar de música es como bailar de arquitectura; casi tan vano es tratar de comunicar lo que hace que ames un libro. Pocos me entenderán cuando diga que de Cuchulain me entusiasmó su desmesura. Ilustremos esa desmesura con una comparación entre Grecia e Irlanda.

  1. Diomedes, en la Iliada, refulgía mientras la diosa Atenea le poseía y le daba vigor sobrehumano en la batalla.

  2. Cú Chulainn relucía también con la luz del héroe, mientras sufría la furia mágica que le convertía en una máquina de matar, pero además su cuerpu se deformaba como un monstruo horrendo: se le escapaba un ojo de la órbita, se le abría la boca hasta dar dos vueltas a la cabeza.

Todo el libro es pura exageración: el opuesto exacto de las sagas vikingas, duras y creíbles incluso cuando hablan de hechizos y profecías. Es el opuesto, también, del Cantar de Mio Cid y de la prosaica, realista, socarrona literatura castellana.

Un crítico literario dijo una vez que Cuchulain de Muirthemne es “una Ilíada de a pinta”. Diomedes, como Aquiles, es griego pero Cú Chulainn y sus compañeros son innegable, inequívoca, extremadamente bárbaros: ladrones de vacas, habitan castros dispersos por un país sin ciudades. Son cazadores de cabezas que se atracan de cerdo cocido, se vanaglorian de sus matanzas y erigen estelas para conmemorar a los guerreros más sanguinarios. Por otro lado aman el rasgueo del arpa y la poesía. Sus druidas se educan en misterios filosóficos durante décadas y Cú Chulainn, cuando corteja a Emer, habla con metáforas secretas que exigen un conocimiento profundo de la mitología del país. La tristeza del “Lamento de Deirdre”, cuando la heroína abandona Alba en pos de su amante, camino de una muerte cierta, me maravilló.

Tolkien trató de imitar el lado poético mientras otros autores, seducidos por la violencia, han escrito fantasías grotescas sobre tipos musculosos en taparrabos, blandiendo espadas de dos metros. En cuanto a mí, después de conocer la fuente, las epopeyas del pasado, nunca pude disfrutar de las imitaciones modernas.

Existía una última razón para dejarme seducir: Cuchulain de Muirthemne es de casa. Los personajes de Homero pasean entre olivos y cipreses en las lejanas orillas del Mediterráneo oriental, mientras los héroes irlandeses conducen vacadas entre prados y brezales como los de mi país, a orillas de un mar que compartimos. El padre de Cú Chulainn es Lugh, el dios de los oficios. Lugh o Lugus era, a este lado del mar, el antepasado mítico de los Luggones, la antigua tribu cuyo nombre perdura hoy en la villa de Lugones, en pleno corazón de Asturias.

Había encontrado (creía entonces) la épica de mis antepasados celtas, arrasada en el contiente por la invasión romana pero que había sobrevivido milagrosamente en su reducto insular. Era una sensación embriagadora. Estaba intoxicado de romanticismo, y me lancé a leer y a escuchar música: desde los Mabinogion galeses hasta los discos de Liam O’Flynn. Ocurría que aquellos fueron buenos años para el folk y para las ensoñaciones gaélicas: Riverdance llevaba la danza irlandesa de gira por todo el planeta, Rob Roy y Braveheart se estrenaron en el mismo año 1995. Incluso Hevia, el gaitero asturiano, tuvo un éxito internacional con su Busindre Reel, de 1998. Fue solo una moda pasajera, pero durante unos años pareció que había sobrevenido un segundo Renacer Celta, y me encantaba.

A mil kilómetros y a noventa años de distancia, Lady Gregory había reclutado a un militante para su causa. Lo que me extrañaba es que en su tiempo y lugar, en el Dublín de 1902, no hubiese congregado muchedumbres enfervorecidas. No lo entiendo: como dije al principio, no entiendo a los irlandeses.

(continuará)

En la foto Manuel Toral, organizador de Fotomaliayo, y nuestro presidente Xuan Fernandez-Piloñeta. Foto C.V. La Nueva España

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